Los antibióticos no son un producto más
Para algunos inversores no hay nada malo en que una empresa use una gestión financiera astuta para subir el precio de sus acciones. Si seguimos esta lógica estrecha, no debería preocuparnos que el valor de las empresas de la industria farmacéutica suba por maniobras financieras (como recompra de acciones u operaciones para tributar menos cambiando el domicilio fiscal) en lugar de hacerlo por nuevos hallazgos o descubrimientos.
Pero la industria farmacéutica no es una industria más. Está intrínsecamente ligada al bien público: a lo largo de la historia ha generado innovaciones médicas esenciales para que las sociedades puedan combatir las enfermedades. Además, aunque los consumidores sean los pacientes, el verdadero cliente suele ser la Administración. Incluso en Estados Unidos las compras del sector público suponen al menos el 40% del mercado de medicamentos recetados.
El Estado, además, financia gran parte de las investigaciones que sostienen las ganancias de la industria. El Gobierno estadounidense es el mayor aportador individual de fondos para investigación y desarrollo en medicina, y la tercera parte de la inversión mundial en investigación sanitaria la financian los contribuyentes. Es comprensible por tanto que las autoridades insistan en que el sector centre sus esfuerzos innovadores en áreas que ofrezcan el mayor beneficio a contribuyentes y pacientes, en vez de en actividades (como las maniobras financieras) que a corto plazo tal vez sean más rentables para la industria.
La situación óptima para la industria farmacéutica es aquella en la que la rentabilidad privada y el bien social coinciden. Esto ocurre, por ejemplo, cuando se descubre un fármaco útil que además atrae grandes cuotas de mercado. Pero por desgracia, no siempre es así, y el resultado puede ser trágico. En el campo del desarrollo de antibióticos, en particular, la divergencia entre la búsqueda de beneficios y el interés público está llevando al mundo al borde de una crisis.
Cuando en los años cuarenta empezó a popularizarse el uso de antibióticos, padecimientos antes peligrosos como la neumonía o una herida infectada se convirtieron en problemas menores de fácil tratamiento. Los antibióticos son la base de la medicina moderna; sin ellos, la cirugía o la quimioterapia serían mucho más arriesgadas.
Pero los antibióticos pierden su eficacia con el tiempo. Antes, los científicos hallaban sustitutos rápidamente, pero hoy los médicos se van quedando sin munición para combatir una gran variedad de agentes infecciosos (como ciertas cepas de E. coli y las bacterias causantes de la neumonía y la gonorrea) para las que no hay sustitutos preparados.
Lo normal sería que esta situación empujara a las farmacéuticas y a sus inversores a competir en el desarrollo de nuevos antibióticos. Pero gran parte de la industria ha renunciado a esa búsqueda. Es una tarea difícil, costosa y, sobre todo, mucho menos rentable que invertir en otros campos importantes como el cáncer o la diabetes.
Parte del problema es la especial importancia que tienen los antibióticos. Las empresas no siempre pueden recuperar su inversión poniendo precios altos a sus patentes. Porque cuando se descubre un antibiótico nuevo, las autoridades sanitarias prefieren (acertadamente) ponerlo en reserva y demorar su introducción a gran escala hasta que los que ya están en uso dejen de servir. Así que suele suceder que cuando un antibiótico comienza a ser de uso habitual su patente ya haya caducado y quienes invirtieron en desarrollarlo tengan que competir con los fabricantes de genéricos.
El pasado mes de enero la industria farmacéutica logró un gran avance hacia la solución de este problema cuando más de 100 empresas y asociaciones del sector de más de 20 países firmaron una declaración que pide a los gobiernos adoptar un nuevo modelo para el desarrollo de antibióticos. Los firmantes se comprometieron a dar acceso a fármacos nuevos a todo aquel que lo necesite, aumentar la inversión en actividades de I+D que respondan a las necesidades globales de salud pública y ayudar a frenar la aparición de resistencia a estos fármacos en seres humanos y animales.
Los gobiernos deben alentar y ayudar a la industria a cumplir estos objetivos. Una vía sería adoptar una propuesta que hice el año pasado, consistente en crear premios de mil millones de dólares o más para quienes desarrollen antibióticos de los tipos más necesarios. Esto permitiría hallar un equilibrio entre la rentabilidad de las empresas y la disponibilidad global a precio accesible y la conservación de la eficacia de los medicamentos. Al mismo tiempo, ahorraría dinero a las arcas públicas en el largo plazo.
Esta estrategia para rearmar la cadena de desarrollo de nuevos antibióticos costaría unos 25.000 millones de dólares en diez años. Es una cifra que, repartida entre los países del G-20, supone muy poco dinero y sería realmente muy buena inversión: hoy la resistencia a los antibióticos le cuesta solo al sistema sanitario estadounidense unos 20.000 millones de dólares cada año.
Los gobiernos podrían crear incentivos a la I+D en este campo, que se sostendrían con las fuentes de financiación ya existentes u otras nuevas, innovadoras y autosostenibles. Una opción sería tasar el acceso a grandes mercados farmacéuticos con un pequeño arancel que cobrarían las autoridades reguladoras pertinentes. Esta propuesta se basa en reconocer que la disponibilidad de antibióticos es un recurso compartido y agotable del cual depende la viabilidad de una variedad de productos farmacéuticos e intervenciones médicas (desde la quimioterapia hasta el reemplazo de articulaciones). Sería comparable a lo que se hace en sectores como la energía, el agua o los bancos de pesca, que se regulan para asegurar que los recursos e infraestructuras compartidos se manejen y reaprovisionen teniendo en cuenta los intereses de los consumidores y de los productores cuyas empresas dependen de ellos.
Los 2.500 millones de dólares al año necesarios apenas suponen el 0,25% de las ventas mundiales de las farmacéuticas: muy poco esfuerzo para una industria que en general goza de buena salud financiera. Y para hacerlo especialmente atractivo se podría usar un esquema compensatorio, por el cual las empresas puedan elegir entre invertir ellas mismas en I+D o aportar a un fondo que premie a las empresas cuyas investigaciones den lugar al descubrimiento de los fármacos deseados.
Es hora de convertir las ideas en acciones concretas y resolver el problema de la resistencia a fármacos. Para ello, las empresas y los gobiernos deben reconocer que los antibióticos no son un producto más.
¿Hay que considerar los antibióticos como psicotrópicos?
Hace tres meses, la Organización Mundial de la Salud (OMS) intentó llamar la atención internacional con la lista de las bacterias resistentes a antibióticos más peligrosas, retratadas como si se tratara de los peores criminales del planeta. No es para menos, pues estas superbacterias matan a unas 700.000 personas cada año, y en 2050 podrían llegar a causar más muertes que el cáncer. Lo más preocupante en esta guerra es la falta de armas, porque en las últimas tres décadas solo se han aprobado dos tipos de antibióticos nuevos.
“La resistencia a antibióticos es la enfermedad desatendida de los países desarrollados”, ha señalado esta mañana Gonzalo Fanjul, director de análisis del Instituto de Salud Global de Barcelona y coautor de un estudio sobre el tema que se ha presentado esta mañana en Madrid. El modelo de innovación farmacéutica está “agotado”, ya que desarrollar nuevos antibióticos no resulta rentable para las grandes empresas farmacéuticas, según alerta el trabajo, “Resistencia a los antibióticos: cuando el problema va más allá de las patentes”. En parte se debe a que el periodo de tratamiento de una infección es corto en comparación con otros fármacos para enfermedades crónicas, y en parte porque las ganancias son mucho menores que en otros campos. “Los beneficios globales de la venta de antibióticos son de unos 40.000 millones de dólares al año, menos de lo que recauda un solo fármaco oncológico en el mismo periodo”, ha resaltado Fanjul.
Los autores del trabajo han reclamado una mayor intervención del sector público para encontrar una solución sostenible a este problema. Una forma de hacerlo es creando planes nacionales que aúnen financiación pública y privada, incluida la industria farmacéutica, como ha hecho Reino Unido, ha señalado Elena Villanueva, coautora del estudio. Por otro lado, “Alemania ha conseguido incluir este tema en la próxima reunión del G-7 [en mayo] y también está dentro de la agenda del G20”, ha resaltado.
“Ninguno de los dos antibióticos que se han desarrollado en las últimas tres décadas funciona contra las bacterias resistentes más peligrosas en la lista publicada por la OMS”, ha alertado Jordi Vila, jefe de Microbiología Clínica del Hospital Clínico de Barcelona, que ha participado en la presentación del trabajo. En la actualidad hay programas en marcha para buscar nuevas vías de búsqueda de estos compuestos en bacterias marinas, en la propia microbiota intestinal, usando anticuerpos para las toxinas específicas que liberan las bacterias resistentes o incluso cambiando el ADN de estos microbios usando la nueva técnica de edición genética llamada CRISPR, ha señalado el microbiólogo. Su petición para el Gobierno central en este caso es “que dedique más dinero al desarrollo de nuevos antibióticos y métodos de diagnóstico rápido de estas infecciones”.
“Muchas bacterias que adquieren resistencia a antibióticos se vuelven además más virulentas”, ha resaltado Vila. Estos patógenos presentan un problema más grave en los hospitales, sobre todo por el riesgo de que produzcan sepsis y neumonías en pacientes con el sistema inmune debilitado. La aparición de estas resistencias se explica “por el mal uso de los antibióticos y el abuso de los mismos”, ha resaltado el médico.
España consume más antibióticos que la media de la Unión Europea y según el último eurobarómetro la mitad de los habitantes de este país no sabe para qué sirven estos fármacos. En este sentido, Vila ha resaltado la importancia de la educación en edades tempranas. Los países nórdicos, que son los que menos problemas tienen con las bacterias resistentes, son también los que han implementado programas de educación entre estudiantes de bachillerato para que sepan las diferencias entre un virus y una bacteria, ha explicado.
Una de las medidas posibles para intentar reducir este problema sería “considerar los antibióticos como psicotrópicos” para intentar dificultar más su venta sin receta, pues los farmacéuticos que dan antibióticos sin ella no reciben ningún tipo de sanción, ha señalado Vila. “Es una idea que le hemos presentado a la SEFAC [Sociedad Española de Farmacia Familiar y Comunitaria] y ahora se trata de analizar los pros y los contras y ver si no hay aspectos legales que nos lo impidan llevar a cabo”, ha explicado después de la rueda de prensa.
Antibióticos y gestación
El uso inadecuado o incontrolado de antibióticos durante el periodo de gestación supone un grave riesgo para el feto en el 15% de las mujeres embarazadas, según ha declarado el catedrático Jordi Xercavins, jefe del servicio de Ginecología del hospital de Vall d'Hebron en un curso de antibioterapia celebrado en Barcelona. 'Este grupo de embarazadas constituye un colectivo potencial de riesgo al que hay que cuidar y controlar de forma muy especial', explicó Xercavins. Entre los antibióticos cuyo uso incontrolado puede causar daños en el feto, Xercavins citó como ejemplo la estreptomicina y la gentomicina. Estos antimicrobianos del grupo de los aminoglicósidos pueden causar, en caso de abuso o mala administración, daños neurológicos irreparables en el feto.